Capítulo 8: Sombras en la Noche y un Nuevo Camino
La mansión, de día, era un lugar de órdenes precisas y silencios calculados. Pero de noche, se transformaba en un organismo vivo que respiraba secretos. Elara se despertó con el corazón acelerado, la boca seca como el polvo de los Llanos de Salmuera. El silencio era tan absoluto que podía oír el latir de su propia sangre en los oídos. Decidió bajar a la cocina a por un vaso de agua.
Descalza, con solo una fina bata sobre su camisón nuevo, se deslizó por los pasillos iluminados por la tenue luz de las lunas gemelas que se filtraba por los ventanales. Estaba a punto de cruzar el gran vestíbulo cuando un sonido la detuvo en seco.
Un quejido ahogado, seguido de un golpe sordo.
Siguió el sonido hasta la biblioteca. La puerta estaba entreabierta. Al asomarse, el corazón le dio un vuelco.
Ruman estaba de pie, de espaldas a ella, apoyando ambas manos con fuerza contra la repisa de la chimenea de mármol negro. Su respiración era entrecortada, irregular, nada que ver con la calma controlada que siempre exhibía. Sus hombros, normalmente tan rectos, se curvaban bajo un peso invisible. En el suelo, cerca de sus pies, yacía un pesado libro de tapas de hierro que había barrido de la repisa en su movimiento brusco.
—No… —susurró él, con una voz ronca, cargada de una angustia que Elara nunca le había oído—. Lyra… no…
El nombre, pronunciado en medio de la noche con tanto dolor, atravesó a Elara como una lanza. El recuerdo que llevaba dentro—el de la Lyra real, no el de la estatua del jardín—se agitó, respondiendo a la llamada de su amado.
Sin pensarlo, dio un paso adelante. El crujido de la madera bajo sus pies desnudos fue leve, pero suficiente.
Ruman se giró de golpe.
Y en ese momento, él no era el Archimago del Purgatorio. Era un hombre acorralado por sus propios fantasmas. Sus ojos, normalmente grises y serenos, estaban desenfocados, velados por el sueño y el dolor. La luz de la luna, cayendo en diagonal a través del ventanal, iluminó el rostro pálido de Elara, su cabello suelto y revuelto, la sencilla bata blanca.
Él la miró, y por un instante que le detuvo el tiempo a Elara, no vio a la alquimista que había recogido. Vio un reflejo, un espejismo de otra noche, de otro dolor. Sus ojos se abrieron levemente, una chispa de confusión absoluta cruzando su mirada.
—¿…Tú? —la palabra fue un susurro cargado de esperanza y de agonía, dirigido a un fantasma.
Elara se quedó paralizada, incapaz de hablar o moverse. Comprendió con una claridad aterradora que, en su estado vulnerable, él la había confundido con Lyra.
La chispa de reconocimiento erróneo se apagó tan rápido como había llegado. La niebla del sueño se disipó de sus ojos, y la frialdad habitual volvió a asentarse en ellos, pero con una grieta visible. Apartó la mirada, respirando hondo para recuperar el control.
—¿Qué haces despierta? —preguntó, su voz áspera, pero ya recuperando su tono plano.
—Tenía sed —logró articular Elara, sintiendo un nudo en la garganta—. ¿Está… bien?
Ruman se enderezó, alejándose de la chimenea como si nada hubiera pasado. Pero no podía borrar la palidez de su rostro ni la tensión residual en sus hombros.
—Un sueño —dijo, evasivo—. Nada más. —Sus ojos se posaron en ella, y esta vez la vio a ella, a Elara. Y en su mirada había algo nuevo: no solo curiosidad o utilidad, sino una cautelosa reevaluación—. Vuelve a la cama.
Ella asintió y se retiró, sintiendo su mirada en su espalda hasta que desapareció en la oscuridad del pasillo. Esa noche, ninguno de los dos volvió a dormir.
A la mañana siguiente, Ruman la encontró en el laboratorio, donde ella se había refugiado al amanecer, sumergiéndose en la preparación de un aceite de visión nocturna de compleja destilación. Él observó en silencio durante varios minutos cómo manejaba el alambique con una precisión innata, cómo medía las gotas de esencia de ojo de gato con una concentración absoluta.
—Tu técnica es impresionante —dijo por fin, haciendo que Elara diera un respingo—. Pero es autodidacta. Carece de refinamiento y de base teórica sólida.
Ella bajó la cabeza, esperando una crítica.
—Eso termina hoy —continuó él—. Te inscribiré en la Academia Real de Alquimia. Obtendrás tu certificado de Maestra Alquimista.
Elara alzó la vista, atónita. —¿La Academia Real? Pero… es solo para nobles y para los aprendices de los Grandes Alquimistas…
—Estarás bajo mi patrocinio —declaró Ruman, como si eso borrara todas las barreras sociales—. Tu talento es un recurso que está siendo desperdiciado. La eficiencia requiere optimizar todas las herramientas a mi disposición. Y tú, Elara, has demostrado ser una herramienta excepcionalmente prometedora.
Era su forma de decir que creía en ella. Que respetaba su talento. No era un cumplido, era un hecho. Y para Elara, que siempre había luchado sola en la oscuridad, era más valioso que cualquier elogio.
—Iré —dijo, con una determinación que no sabía que tenía.
—Bien —asintió él—. Pero primero…
En ese momento, un estruendo de pasos apresurados resonó en el pasillo. Tres magos administrativos del Gremio, con sus túneas azules y rostros pálidos por la preocupación, irrumpieron en el laboratorio.
—Archimago Ruman —dijo el de en medio, haciendo una reverencia apresurada—. Una horda de demonios de rango medio, al menos treinta, ha sido avistada atacando la aldea de Piedrasombría, en los páramos del Este. Está a tres días de viaje. Las defensas locales caerán en horas.
Ruman escuchó, impasible. —Treinta demonios de rango medio. Un esfuerzo coordinado inusual. —Su mirada se volvió hacia Elara, calculadora—. Aceptaré la misión. Pero mi alquimista no me acompañará.
Los magos administrativos miraron a Elara con curiosidad, notando su nueva vestimenta y la autoridad con la que Ruman se refería a ella.
—Ella —continuó Ruman— comenzará su formación en la Academia. Y para asegurar que su estancia allí sea… productiva, irá con esto.
De un bolsillo interior de su túnica, sacó un medallón. No era grande, pero era de una belleza sobria y poderosa. Estaba hecho de un metal pálido y brillante, como perla lunar solidificada, y en su centro, una orquídea de éter y plata parecía florecer, sus pétalos tan finos que eran casi translúcidos.
—Este medallón lleva mi sigilo —explicó Ruman, acercándose a Elara—. Cualquier persona en el reino que te vea llevarlo sabrá que estás bajo mi protección directa. Un insulto hacia ti será considerado un insulto hacia mí. Un daño, una declaración de guerra. —Sus ojos se encontraron con los de ella, y en su profundidad gris había una advertencia absoluta—. Que comprendan que quien te lastime, morirá.
Antes de que ella pudiera reaccionar, él alzó la mano y con un gesto suave, sujetó el medallón en su cabello, justo encima de la oreja, como si fuera una elegante joya. La orquídea de éter parecía brillar con una luz tenue al contactar con su piel.
—Además —añadió, su voz más baja—, el medallón es más que un símbolo. Es un escudo. Generará una barrera automática capaz de repeler los golpes directos de un demonio de alto rango. Te dará tiempo. Tiempo para huir, o para que yo llegue.
Elara tocó el medallón con dedos temblorosos. Era frío y cálido al mismo tiempo. Sentía el leve zumbido del poder que contenía. No era solo un regalo. Era una armadura. Una declaración. Una cadena de la más exquisita fortaleza.
—Partiré hacia Piedrasombría de inmediato —anunció Ruman a los magos administrativos, que asintieron, aliviados—. Tú —le dijo a Elara—, irás a la Academia con Kaelan. Aprende. Perfecciona tu talento. —Hizo una pausa, y por un instante, Elara creyó ver algo similar al orgullo en su mirada—. No decepciones mi inversión.
Cuando él y los magos administrativos se marcharon, Elara se quedó sola en el vasto laboratorio. Se acercó a un espejo de éter pulido que había en la pared. La mujer que miraba de vuelta ya no era la alquimista pobre ni la chica asustada de la ciudad. Llevaba ropas finas, tenía un objetivo claro y un medallón en el cabello que era a la vez un escudo y un mensaje para el mundo.
Se tocó la orquídea de éter, sintiendo su poder. Ruman se iba a una batalla peligrosa, y por primera vez, no la llevaba consigo como carnada, habían hecho al menos 3 viajes para cazar demonios probando los experimentos. Ahora la dejaba atrás para que creciera, para que se fortaleciera. Era su forma de protegerla y de respetarla.
Pero al mirar su reflejo, la imagen de la noche anterior volvió a ella: Ruman, vulnerable, confundiéndola con el amor que había perdido. Y supo que, mientras él luchaba contra demonios en los páramos, ella libraría su propia batalla en los pasillos de la Academia, no solo por un título, sino por encontrar su lugar en la vida de un hombre que veía el mundo en términos de eficiencia y herramientas, pero que, en la quietud de la noche, todavía susurraba el nombre de un fantasma.