Capítulo 1: Recuerdos
El viento cortaba como cuchillas al caer la tarde en las laderas de las Montañas del Susurro. Elara se frotó los brazos a través de su raída túnica de alquimista, maldiciendo entre dientes su propia estupidez. Solo había venido por unas hierbas lunarias que crecían en las laderas superiores, un ingrediente común para sus pociones. Nunca imaginó que se quedaría hasta el anochecer, y mucho menos que…
Un espasmo le retorció el estómago, tan real como un puñalazo. Se apoyó contra la roca fría, jadeando. No era hambre. Era la maldición, recordándole que su plazo de un año había expirado esa misma mañana. Recordó al niño moribundo cuyo recuerdo había tomado doce meses atrás – el sabor a sangre y el miedo a la oscuridad que ahora llevaba consigo como si fuera propio. Si no encontraba un nuevo recuerdo antes del amanecer, su cuerpo comenzaría a desvanecerse, disolviéndose como niebla bajo el sol.
«Estúpida», se regañó en voz baja. «Por qué esperaste hasta el último momento».
Sus dedos, entumecidos por el frío, se cerraron alrededor de los frascos de cristal que llevaba en el cinturón. Pociones inútiles. Ninguna de sus mezclas había logrado engañar a la maldición, y ahora pagaría el precio por su arrogancia.
Cuando por fin encontró el parche de hierbas lunarias que buscaba, un suspiro de alivio escapó de sus labios. Al menos podría volver a la ciudad con algo que justificara esta locura. Se arrodilló, sus manos temblorosas buscando la hoz de cosecha en su bolsa.
Fue entonces cuando el aire se espesó.
El suave aroma de las hierbas fue reemplazado por el hedor a carne en descomposición y azufre. El viento cesó de golpe, como si la montaña contuviera la respiración. Elara se puso de pie tan rápido que vio puntos negros ante sus ojos.
De entre las sombras del crepúsculo, algo se movió. Una figura retorcida que parecía tejida de pesadillas emergió – un Morrogoth, como los que a veces describían los borrachos en las tabernas de la ciudad baja. Su piel tenía el color de la carne gangrenada, y múltiples ojos amarillos parpadearon de manera desincronizada al fijarse en ella. De sus fauces abiertas goteaba una baba espesa y oscura.
—Sangre fresca —silbó la criatura, y Elara supo que no estaba allí por casualidad.
Sin pensarlo, su mano cerró el frasco de «Fulgor Cegador» y lo estrelló contra el suelo. La explosión de luz blanca hizo que el demonio retrocediera con un chillido de dolor, pero fue momentáneo. Antes de que pudiera correr, un tentáculo se enroscó alrededor de su tobillo con la fuerza de una serpiente constrictora.
El dolor fue tan intenso que le nubló la visión. El frío del tentáculo le quemaba la piel, y cuando intentó gritar, solo salió un jadeo ahogado. El Morrogoth la arrastraba hacia sí, sus múltiples ojos brillando con un hambre ancestral.
—Tu vida alimentará a sed —babeó el demonio, y Elara supo que no habría negociación, ni escape.
Forcejeó, sus dedos arañando la tierra inútilmente. Sacó otro frasco – «Éter Congelante» – y lo rompió contra el tentáculo. El hielo se extendió, pero el demonio apenas inmutó su presa. La desesperación le cerró la garganta. Morir aquí, sola, en la ladera de una montaña por unas malditas hierbas…
El Morrogoth la alzó del suelo, acercándola a sus fauces. El hedor era tan denso que podía saborearlo. Cerró los ojos, resignada.
Entonces ocurrió.
El aire no se movió – se partió en dos. Una presión insoportable aplastó el espacio alrededor, y de la nada surgió una figura alta envuelta en una capa oscura. No llegó – simplemente estaba allí, como si siempre hubiera formado parte del paisaje.
El demonio se detuvo, y por primera vez, Elara vio algo parecido al miedo en sus múltiples ojos.
—El Mago del Purgatorio —siseó la criatura, y su tentáculo se aflojó ligeramente.
El recién llegado no dijo nada. Sus ojos, del color de la ceniza, barrieron la escena y se clavaron en el Morrogoth. Elara notó que no llevaba bastón ni varita – solo sus manos vacías, pero el aire a su alrededor crepitaba con una energía que erizaba los vellos de sus brazos.
—Suéltala —dijo el hombre, y su voz no alzó el tono, pero la orden resonó con la fuerza de una ley natural.
El tentáculo que la sujetaba se desintegró. No se rompió, no se cortó – simplemente dejó de existir, convertido en polvo negro que el viento se llevó. El demonio gritó, un sonido que era puro terror, y trató de retroceder.
El hombre alzó una mano. No hubo gestos dramáticos, ni palabras de poder. Solo un leve movimiento de muñeca, como quien aparta una mosca molesta.
El cuerpo del Morrogoth comenzó a colapsar sobre sí mismo. Sus extremidades se retorcieron y se disolvieron en sombras, sus ojos estallaron uno por uno como bayas demasiado maduras. En menos de un segundo, donde antes había una criatura de pesadilla, solo quedó un vacío que pronto llenó el viento de la montaña.
El silencio que siguió fue casi tan aterrador como el demonio.
Elara cayó de rodillas, temblando incontrolablemente. El dolor en su tobillo palpitaba en sintonía con el latido frenético de su corazón. Cuando alzó la vista, el hombre ya la miraba.
—Estás herida —dijo, y sus palabras no eran una pregunta, sino una constatación.
Ella asintió, incapaz de hablar. Al intentar ponerse de pie, su pierna falló y se tambaleó hacia adelante. Instintivamente, su mano buscó apoyo – y encontró el pecho del hombre.
El contacto fue el detonante.
Un dolor mil veces peor que el del tentáculo demoníaco la atravesó. No era físico – era como si su alma estuviera siendo desgarrada. Un torrente de imágenes, sensaciones y emociones que no le pertenecían inundó su mente:
Una joven de cabello oscuro como la noche, riendo bajo un sol de verano. Lyra. Sus dedos entrelazados con los de un Ruman más joven, más liviano. La promesa susurrada: «Juntos, siempre». Luego, el cambio abrupto. La oscuridad de una celda. El sonido de látigos. La visión de Lyra, pálida y ensangrentada, siendo arrojada a sus pies como un trapo roto. Sus ojos, vidriosos, encontrando los suyos por última vez. Y luego, la voz de Ruman, no la del hombre frío de ahora, sino la de un joven destrozado, gritando un hechizo en una lengua olvidada por el tiempo. El Contrato del Purgatorio. El poder abrumador, corruptor, inundándolo. La matanza de los magos oscuros. Y finalmente, la decisión desesperada: sellar todo rastro de ella, de su amor, de su dolor, en lo más profundo de su alma, para no enloquecer. El sello cerrándose como una tumba en su corazón.
Fue un viaje de segundos que contuvo una vida entera. El amor más brillante y la pérdida más oscura. Elara lo absorbió todo. No como un espectador, sino como si fuera ella. Fue Lyra, fue Ruman, fue el dolor, fue el amor.
Cuando la oleada pasó, Elara se encontró tirada en el suelo, jadeando y con lágrimas corriendo por su rostro. El recuerdo – no, los recuerdos – ahora eran parte de ella. Sabía cosas que no debería saber, sentía un dolor ajeno como si fuera propio.
El hombre – Ruman, supo de pronto – la miraba con una ceja ligeramente arqueada.
—El shock —murmuró, como para sí mismo.
Ruman, de pie, no sintió nada. Ningún cambio. El recuerdo estaba tan profundamente sellado, tan separado de su conciencia, que su robo fue imperceptible. Solo notó que la mujer, la alquimista, se había desplomado tras tocarlo. Supuso que era el shock, las heridas.
Mientras Ruman la cargaba cuesta abajo, fundiéndose en la oscuridad hacia las luces titilantes de la ciudad, Elara cerró los ojos y dejó que los ecos de un amor ajeno la arrullaran. La maldición estaba satisfecha, por ahora. Pero el precio, temía, sería más de lo que estaba dispuesta a pagar.