EL PESO DE LOS RECUERDOS QUE NO SON MÍOS – 2

Capítulo 2: El acuerdo

 

El primer pensamiento de Elara no fue sobre el dolor, ni el miedo. Fue una sensación de extrañeza. El colchón era demasiado blando, las sábanas demasiado suaves contra su piel. No olía a humedad y hierbas secas, sino a cera de abejas pulida y algo limpio y gélido, como el aire después de una tormenta de nieve.

Abrió los ojos. La habitación era amplia, austera. Muebles de roble macizo, paredes desnudas excepto por un tapiz de un diseño geométrico y severo. No había polvo, no había desorden. Era la habitación de alguien que no vivía en ella, sino que la ocupaba. Como una celda elegantemente amueblada.

Se incorporó, notando el vendaje impecable en su tobillo. El dolor era un latido sordo y lejano. Pero algo más llamó su atención. Un silencio interno. La urgencia devoradora, el vacío que durante un año había sido un ruido de fondo constante en su alma, se había aquietado. La maldición estaba satisfecha. El recuerdo robado—un amor intenso, una pérdida desgarradora—yacía ahora en su interior como una piedra pesada y caliente. No era suyo, pero lo cargaba.

La puerta se abrió sin previo aviso.

Ruman entró. Bajo la luz plena del día, su presencia era aún más formidable. Alto, erguido, con una elegancia innata que no provenía del adorno sino de la precisión. Su túnica era de un negro sencillo, su rostro, esculpido y sereno, no mostraba emoción alguna. Sus ojos, del color del granito húmedo, se posaron en ella con la misma atención neutral con la que un arquero observa su blanco.

«Estás despierta», dijo. No era una pregunta. Su voz era un bajo tranquilo, carente de inflexiones amables. «El veneno del Morrogoth era residual. Tu tobillo sanará en un día.»

Elara asintió, buscando palabras. «Le agradezco… su intervención.»

Ruman hizo un gesto leve con la cabeza, un movimiento económico que ni aceptaba ni rechazaba el agradecimiento. «Tu presencia en la montaña fue temeraria. Pero fortuita.» Se acercó, y Elara contuvo la respiración. No por miedo a él, sino por la abrumadora dualidad que su cercanía provocaba: el hombre frío frente a ella y el joven apasionado que vivía en su memoria.

«Fortuita?», repitió, confundida.

«Los Morrogoth son cobardes. Rara vez se acercan a los límites de la ciudad. Menos aún atacan sin una razón poderosa.» Sus ojos la escudriñaron, analíticos. «No te atacaron por tu sangre, Alquimista. Ni por tu magia, que es prácticamente nula. Fue por lo que arrastras.»

Elara sintió un escalofrío. «¿A qué se refiere?»

«Hay un aroma en ti. Un rastro. No es magia en el sentido convencional. Es más antiguo. Como el olor del ozono tras un rayo, o la quietud de un templo abandonado donde una vez habitó un dios.» Cruzó los brazos. «Los demonios son carroñeros de lo divino. Se sienten atraídos por los ecos del poder celestial, aunque este esté corrompido por una maldición. Huelen la esencia del dios que te marcó, y para ellos, es un manjar.»

Ella lo miró, atónita. Nadie había sido capaz de definirlo con tanta claridad. Siempre había sido «la maldición», una fuerza abstracta. Él la estaba describiendo como un fenómeno medible, casi tangible.

«Entonces… donde quiera que vaya…»

«…los atraerás. Como la miel atrae a las moscas.» Asintió. «Solo era cuestión de tiempo antes de que uno más poderoso que un Morrogoth te encontrara. En la ciudad, habría causado una masacre.»

El horror se apoderó de ella. No había escapatoria. Su mera existencia era un peligro ambulante.

«Puedo irme—», empezó a decir, levantándose. Era una débil esperanza. Sabía que no sobreviviría sola.

«Eso sería un desperdicio.» La interrumpió, su tono era lógico, casi profesional. «El Gremio de Magos asigna recursos considerables a la caza de demonios. Localizarlos es la parte más difícil y que consume más tiempo.» Hizo una pausa, dejando que sus palabras calaran. «Tú, sin embargo, eres un faro. Un señuelo de eficiencia perfecta.»

Elara sintió que la habitación giraba. «¿Está sugiriendo… que me use como carnada?»

«Estoy proponiendo un acuerdo simbiótico.» Su respuesta fue imperturbable. «Te ofrezco protección bajo mi techo y mi poder. Un laboratorio completamente equipado para que continúes con tu trabajo. A cambio, operarás bajo mi supervisión. Tus… emisiones, por llamarlas de alguna manera, nos guiarán hacia las amenazas que debo erradicar. Es una solución pragmática para ambos.»

Era frío. Calculador. Pero no era cruel. No la amenazaba, no la forzaba. Le presentaba la única opción lógica, la única que tenía posibilidades de mantenerla con vida. Y, una parte de ella, la parte que ahora albergaba los recuerdos de un hombre que había amado con ferocidad, quería quedarse. Quería entender la brecha entre el joven de la memoria y el arquimago de hielo que tenía delante.

«¿Y si su protección no es suficiente?», preguntó, su voz un susurro.

«Entonces ambos moriremos.» La respuesta fue serena, sin arrogancia. «Pero esa es una posibilidad remota. Mientras estés a mi lado, estás en el lugar más seguro del reino.»

Elara lo observó. No había malicia en sus ojos, solo una certeza absoluta en sus propias habilidades. Era como una fuerza de la naturaleza: un acantilado, un glaciar. No era bueno ni malo; simplemente era.

«De acuerdo,» dijo, y la palabra sonó como un voto en la quietud de la habitación. «Acepto su… acuerdo simbiótico.»

«Bien.» Ruman giró hacia la puerta. «Tu laboratorio está en el ala oeste. Mi asistente, un autómata de éter, te proporcionará todo lo que necesites. Descansa hoy. Mañana comenzamos.» Se detuvo en el umbral. «Tu nombre es Elara, ¿correcto?»

Ella asintió, sorprendida de que lo recordara.

«Puedes llamarme Ruman.» Sus ojos se posaron en ella por un instante más largo. «No es una jaula, Elara. Es un campo de operaciones. Aprende la diferencia.»

Salió, dejando tras de sí un silencio que parecía más profundo que antes.

Elara se dejó caer en la cama, su mente era un torbellino. No era solo una superviviente con un respiro de un año. Ahora era un instrumento en las manos del cazador más letal del reino. Y sin embargo, una chispa de curiosidad, alimentada por un amor ajeno, brillaba en la oscuridad de su miedo.

Se levantó y se acercó a la ventana. Los jardines de la mansión eran perfectos, geométricos, impersonales. Como él. Pero en algún lugar, bajo ese exterior de granito, dormía el recuerdo de un joven que amaba bajo la lluvia.

Y ella, la ladrona de recuerdos, era la única persona en el mundo que lo sabía.

El pacto estaba sellado. No por lástima, ni por bondad, sino por una lógica fría y una necesidad desesperada. Y en ese terreno yermo, tendría que encontrar la manera de no solo sobrevivir, sino de entender los dos hombres que ahora habitaban su mundo: el de los recuerdos que no le pertenecían, y el de la realidad que la tenía atrapada.

 

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