EL PESO DE LOS RECUERDOS QUE NO SON MÍOS – 4

Capítulo 4: Los Ecos y la Sombra

 

El carruaje era una caja de ébano y acero, suspendida sobre el suelo por un campo de fuerza etéreo que amortiguaba las irregularidades del camino. En su interior, el silencio era tan denso como la oscuridad que se cernía sobre los Llanos de Salmuera. Elara se sentía como un espécimen raro, estudiado por el hombre sentado frente a ella.

Ruman no la miraba directamente, pero su presencia lo llenaba todo. Estaba revisando una serie de runas grabadas en unas delgadas láminas de metal, sus dedos moviéndose con precisión de relojero. La luz tenue de una lámpara de éter en la pared del carruaje acariciaba los ángulos de su rostro, recordándole a Elara, de manera desgarradora, la suavidad que alguna vez tuvo aquella cara en sus recuerdos robados.

—El cristal —dijo él, sin alzar la vista—. ¿Lo tienes?

Ella asintió, sus dedos cerrándose alrededor del prisma frío en el bolsillo de su túnica. —Sí. ¿Cómo… cómo funciona exactamente?

—Amplifica lo que ya eres —explicó, con la paciencia clínica de un maestro—. Como un espejo cóncavo que concentra los rayos del sol. Tu esencia maldita es la luz. El cristal la dirige, la intensifica. —Finalmente, alzó la mirada—. No sentirás nada. Pero ellos sí. Es importante que no entres en pánico. El miedo tiene un sabor particular que algunos demonios prefieren.

Elara tragó saliva. «No entrar en pánico». Fácil de decir cuando se es el Archimago del Purgatorio.

—¿Y usted? ¿Cómo sabrá cuándo actuar?

Una esquina de los labios de Ruman se tensó levemente, lo más cerca de una sonrisa que había visto. —Oh, lo sabré. La distorsión en el flujo etéreo es… audible para mí. Como una nota discordante en una sinfonía silenciosa.

El carruaje comenzó a disminuir la velocidad hasta detenerse por completo. Ruman guardó las láminas de metal en un compartimento oculto.

—Es aquí —anunció, abriendo la puerta—. Recuerda tu posición. No te muevas de ella. No importa lo que veas o escuches. Confía en el perímetro.

El «perímetro» era un círculo de runas plateadas que él había grabado en la tierra salina antes de que ella saliera del carruaje. Al pisarlo, Elara sintió un leve hormigueo, como si hubiera caminado a través de una telaraña de energía invisible. Era un escudo, le había dicho. Pasivo, pero lo suficientemente fuerte como para detener a la mayoría de las bestias menores y darle a él unos segundos cruciales.

Ruman se fundió con las sombras entre dos formaciones rocosas a unos cincuenta metros de distancia. De repente, estaba solo. Completamente solo en la vastedad oscura de los llanos, con nada más que un cristal que la convertiría en un faro para las pesadillas.

Respiró hondo, el aire salobre le secó la garganta. Sacó el prisma. Sus instrucciones eran simples: canalizar un mínimo de intención, un deseo de «ser encontrada», hacia el cristal. Cerró los ojos, tratando de ignorar el latido acelerado de su corazón. Se concentró en la maldición, en ese peso divino y corrupto que llevaba dentro. En la esencia del dios que la había marcado.

El cristal se calentó en su mano. Una luz tenue, del color de un amanecer enfermizo, comenzó a latir en su núcleo. No sintió nada diferente, tal como él había predicho. Pero el silencio de los llanos se volvió más profundo, más expectante.

Los minutos pasaron. Cada susurro del viento, cada crujido de la sal bajo sus pies, sonaba como un trueno. Su imaginación comenzó a traicionarla. ¿Era aquella una sombra que se movía más allá del perímetro? ¿Ese un susurro en el viento?

Luego, algo cambió.

No fue un sonido, ni una visión. Fue un eco. Un fragmento de memoria que no era suyo, empujado a la superficie por el miedo y la concentración. No era de Lyra esta vez. Era de Ruman.

Estaba de pie en un lugar muy diferente, un campo de batalla arrasado bajo un cielo sangriento. No era el Archimago sereno, sino un joven con el rostro manchado de hollín y los ojos ardientes de una furia dolorosa. Cuerpos yacerían a sus pies, pero no de demonios. Eran humanos. Magos con túnicas oscuras. Y en el centro, destrozado, el cuerpo de Lyra. Su poder, el del Purgatorio, brotaba de él como una marea negra, corrupta, devorándolo todo a su paso. No era el control preciso que mostraba ahora; era un torrente salvaje de dolor y venganza. Y en medio de la tormenta, una decisión desesperada: sellar el dolor, sellar el amor, sellar todo lo que era antes, para que esta furia no consumiera el mundo.

El recuerdo la golpeó con la fuerza de un puño, tan vívido y doloroso que jadeó, doblando las rodillas. El cristal en su mano parpadeó violentamente. El eco emocional de ese momento, de esa pérdida cataclísmica y la elección monstruosa que siguió, se filtró a través del prisma y se irradió hacia los llanos como un grito desgarrador.

En ese instante, supo que se había equivocado. No era solo un faro. Había gritado.

Ruman, escondido entre las rocas, se puso rígido. Su cabeza se giró hacia su posición. No era la distorsión etérea que esperaba. Era algo más agudo, más personal. Un dolor que le resultaba vagamente familiar, como el eco de un sueño olvidado.

Y entonces, los llanos respondieron.

No con uno, ni con dos. Las sombras se alzaron a su alrededor, docenas de ellas, emergiendo de grietas en la tierra y de la oscuridad misma. Sus formas eran retorcidas, sus ojos brillaban con un hambre que ahora era más que simple instinto. Era una atracción hacia el dolor recién revelado, hacia la esencia de una pérdida divina mezclada con una agonía humana profundamente arraigada.

El perímetro de runas brilló, rechazando los primeros embates de garras y tentáculos. Pero crujió bajo la presión de los números.

Elara alzó la vista, el corazón encogido de terror, viendo las criaturas amontonándose contra la barrera invisible. Había fallado. Su falta de control, su conexión con los recuerdos, había convertido una prueba controlada en una pesadilla.

Desde las sombras, los ojos de Ruman la observaban. Ya no con frialdad clínica, sino con una intensidad renovada. Algo en el «olor» de la trampa había cambiado. Y ahora, rodeado por más objetivos de los previstos, con su carnada al borde del pánico, el Archimago del Purgatorio se preparó para cazar.

No era solo otra misión ahora. Era un misterio. Y Elara, temblando en el centro del círculo, era el epicentro.

 

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