EL PESO DE LOS RECUERDOS QUE NO SON MÍOS – 5

Capítulo 5: La Danza de los Condenados

 

El grito silencioso de Elara, amplificado por el cristal y teñido por el eco del dolor sellado de Ruman, resonó como una campana funeraria a través de los llanos. La respuesta fue inmediata y aterradora.

Donde antes había sombras vacilantes, ahora se materializaban docenas de formas retorcidas. Cien ojos o más, del amarillo enfermizo de la pus al rojo incandescente de las brasas, se fijaron en Elara. Morrogoths, Devoradores de Sombras y Criadores de Pesadillas formaban una marea negra y chirriante que se estrellaba contra el perímetro de runas.

El círculo de runas plateadas brilló con una luz blanca y fría. El primer impacto fue un coro de chillidos agónicos. Los demonios de bajo rango que tocaron la barrera se desintegraron, convertidos en motas de polvo negro. Pero eran demasiados. La presión era constante, un martilleo incesante. Las runas comenzaron a parpadear, y un sonido como el de cristal a punto de quebrarse llenó el aire.

Elara, paralizada, veía cómo la barrera cedía. La culpa le atenazaba el pecho. Ella había causado esto.

Entonces, el aire se partió.

El espacio mismo entre dos formaciones rocosas se rasgó, y de la herida en la realidad emergió Ruman. Su presencia alteraba la física del lugar. La gravedad parecía aumentar a su alrededor, haciendo que los demonios más cercanos se arrastraran.

No llevaba ningún arma. Sus manos estaban vacías, pero de sus palmas brotaba un fulgor violáceo y negro, el color del Purgatorio.

No dio órdenes. Su ataque fue un pensamiento hecho violencia.

«Disolución.»

Una onda de energía púrpura, silenciosa y perfecta, emanó de él. No explotó. Se expandió, y todo lo que tocó simplemente dejó de ser. Una docena de demonios de bajo rango fueron borrados. No hubo cenizas, no hube gritos. Fueron eliminados de la existencia.

El avance se detuvo. Por un instante, solo el silbido del viento sobre la sal llenó el vacío.

Entonces, cinco figuras se separaron del grupo. No eran bestias informes. Eran humanoides, altos y esbeltos, con piel de tonalidad ceniza y ojos completamente negros. Vestían armaduras oscuras y corroídas, y en sus manos brillaban armas de energía demoníaca. Los Caballeros del Abismo, demonios de rango medio, capaces de razonamiento táctico y magia oscura.

El primero, más alto que los demás, blandió una espada hecha de fuego negro. «Mago del Purgatorio,» dijo con una voz que sonaba a mil susurros, «tu alma ser consumida por nosotros».

Ruman no respondió. Evaluó la situación en una milésima de segundo. Cien demonios menores, cinco de rango medio. Un cálculo sencillo.

Los cinco Caballeros atacaron al unísono, con una coordinación perfecta.

El primero, el de la espada de fuego negro, cargó directamente. Los otros dos se desplegaron a los flancos, uno con un escudo de energía oscura y otro con garras que destrozaban el aire. Los dos restantes se mantuvieron atrás, lanzando hechizos de apoyo.

Ruman esquivó el primer tajo de la espada de fuego negro con un movimiento fluido. El calor corrupto del arma chamuscó el aire donde había estado su cabeza. Al mismo tiempo, alzó la mano izquierda.

«Pared de Cenizas.»

Un muro de ceniza gris y caliente surgió del suelo, bloqueando los hechizos de los dos magos posteriores. Los proyectiles de energía oscura impactaron contra la pared y se disiparon.

El Caballero del escudo cargó contra él, intentando embestirlo. Ruman no retrocedió. En su lugar, giró sobre sus talones y, con la mano derecha, tocó el escudo de energía oscura.

«Corrosión del Vacío.»

El escudo, hecho de la esencia más resistente del Abismo, comenzó a desintegrarse como azúcar en el agua. El Caballero retrocedió con un grito de sorpresa y dolor, viendo cómo su defensa más preciada se desvanecía.

El de las garras atacó por la espalda. Ruman, sin volverse, lanzó un puñal de hielo negro hecho del frío absoluto del Purgatorio. La daga se clavó en el brazo del demonio, y al instante, una capa de escarcha violácea se extendió por su miembro, paralizándolo.

Pero estos no eran criaturas de bajo rango. El Caballero con el brazo congelado lo arrancó de un tajo con su otra garra, sin inmutarse. El de la espada de fuego negro aprovechó la distracción para lanzar un remolino de llamas negras que rodeó a Ruman.

«Anillo de Fuego del Abismo!»

Ruman se encontró atrapado en un círculo de llamas que consumían el alma. Los demonios menores, envalentonados, se abalanzaron hacia Elara. El perímetro de runas crujió, a punto de colapsar.

Elara gritó, segura de que era el fin.

Dentro del anillo de fuego, Ruman alzó la vista. Sus ojos no mostraban temor, sino… fastidio.

«Basta.»

Cerró los puños. El aire a su alrededor se densificó hasta hacerse tangible.

«Fuego del Purgatorio: Llama Devora-Almas.»

No fue un hechizo de fuego normal. Del suelo, alrededor de Ruman, surgieron llamas de un violeta intenso y oscuro. No emitían calor, sino un frío que congelaba el espíritu. Las llamas negras del demonio fueron absorbidas, devoradas por este nuevo fuego oscuro. El anillo de fuego se extinguió en un instante.

Las llamas violetas se extendieron entonces hacia los demonios menores. No los quemaban físicamente. Al tocarlos, las llamas se aferraban a sus esencias, arrastrándolas fuera de sus cuerpos y consumiéndolas. Los demonios no gritaban de dolor físico, sino de un terror absoluto, viendo cómo sus almas eran desgarradas y devoradas. Uno tras otro, los casi cien demonios de bajo rango cayeron, sus cuerpos intactos pero vacíos, desplomándose como marionetas cuyas cuerdas hubieran sido cortadas.

En menos de diez segundos, solo los cinco Caballeros del Abismo permanecían en pie, rodeados por el silencioso campo de batalla sembrado de cadáveres inertes.

Ruman no les dio tiempo de reaccionar.

Se lanzó hacia el primero, el de la espada de fuego negro. El demonio blandió su arma, pero Ruman era más rápido. Esquivó el tajo y, con los dedos extendidos como una espada, atravesó la armadura del demonio como si fuera papel.

«Toque del Olvido.»

El Caballero se detuvo, un agujero perfecto en su pecho. No sangró. En su lugar, su cuerpo comenzó a desvanecerse, empezando por los bordes de la herida, como un dibujo siendo borrado. En segundos, había desaparecido por completo.

Los otros cuatro atacaron al unísono, enfurecidos. El que había perdido el escudo blandió una lanza de oscuridad. El de las garras, ahora con un solo brazo, cargó con rabia. Los dos magos lanzaron sus hechizos más poderosos: rayos corruptores y maldiciones que necrosaban el aire.

Ruman se movió como un torbellino. Esquivó la lanza, paró las garras con un escudo de energía púrpura que surgió de su antebrazo, y absorbió los rayos corruptores con la palma de su mano, redirigiendo la energía hacia el mago que los había lanzado. El demonio mago fue alcanzado por su propio hechizo y se desintegró con un grito ahogado.

«Cadena de Almas Penantes.»

De las manos de Ruman surgieron cadenas hechas de espíritus torturados y almas en pena, todo ello tejido con la energía del Purgatorio. Las cadenas volaron hacia los tres demonios restantes, envolviéndolos. No los sujetaban físicamente, sino que se aferraban a sus esencias, arrastrándolas hacia el suelo. Los demonios lucharon, pero cada movimiento los debilitaba más, pues las cadenas les drenaban su energía vital.

«Fuerza del Vacío.»

Ruman apretó el puño. Las cadenas se tensaron y luego colapsaron hacia dentro, implosionando y arrastrando a los tres demonios restantes a un pequeño punto de oscuridad absoluta que desapareció con un sonido seco. No quedó rastro de ellos.

Silencio.

Los Llanos de Salmuera estaban otra vez vacíos. Solo el viento salado movía los cuerpos inertes de los demonios menores, cuyas almas habían sido consumidas.

Ruman bajó los brazos. Su respiración era perfectamente estable. Ni una gota de sudor en su frente. Se giró y caminó hacia el círculo de runas, que ahora parpadeaba débilmente.

Elara lo miraba, temblando aún, incapaz de articular palabra. Lo que acababa de presenciar no era una batalla. Era una ejecución. Una coreografía de destrucción absoluta.

Ruman se detuvo frente al perímetro. Su mirada no estaba en ella, sino en el cristal que aún sostenía en su mano temblorosa.

—Has perdido el control —dijo, su voz tan plana y fría como siempre—. El eco que emitías… no era solo tu esencia. Era otra cosa.

Elara no pudo responder. ¿Cómo decirle que había sido el recuerdo de su propio dolor, de su propia furia asesina, lo que había atraído a la horda con tanta fuerza?

Él extendió una mano. —El cristal.

Ella se lo dio, sus dedos rozando los suyos. Esta vez, no hubo eco de recuerdos. Solo el frío contacto de su piel y el peso aterrador de lo que acababa de presenciar.

Ruman observó el prisma, que ahora tenía una fina grieta en su centro. —Interesante —murmuró, para sí mismo—. La intensidad emocional fracturó el canalizador. —Alzó la vista hacia ella—. Tu maldición es más… compleja de lo que pensaba. Y por tanto, más peligrosa.

Sin decir nada más, giró sobre sus talones y se dirigió hacia el carruaje.

Elara lo siguió, sus piernas aún débiles. Al subir, se derrumbó en el asiento, mirando por la ventana los llanos ahora vacíos. Ruman tomó asiento frente a ella, cerró los ojos y, aparentemente, se sumió en una meditación profunda.

Pero Elara sabía que no dormía. Estaba procesando. Analizando. Y ella sabía, con una certeza que le helaba el alma, que la pregunta en su mente ahora no era solo «¿qué es ella?», sino «¿qué sintió en ese eco?».

La batalla había terminado. El cazador había triunfado. Pero la caza, la verdadera caza por la verdad que ambos escondían, acababa de comenzar. Y esta vez, Elara no era solo la carnada. Era también el misterio.

 

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