EL PESO DE LOS RECUERDOS QUE NO SON MÍOS – 6

Capítulo 6: Resonante

 

El traqueteo del carruaje era el único sonido que rompía el silencio sepulcral en el interior. Elara se mantenía inmóvil en su asiento, las manos aferradas a los pliegues de su túnica. No podía dejar de ver, una y otra vez, la danza de destrucción de Ruman. La elegancia mortal, la precisión absoluta. Pero por encima del asombro, una culpa profunda y corrosiva le roía las entrañas. Ella había sido el catalizador. Su debilidad, su conexión con aquel recuerdo ajeno y doloroso, había desatado el infierno.

Frente a ella, Ruman permanecía con los ojos cerrados, pero no había relajación en su postura. Era la quietud de un depredador o la concentración de un erudito frente a un problema complejo. No mostraba signos de fatiga o estrés por la batalla; más bien, parecía absorto en un rompecabezas interno. Elara podía casi sentir el zumbido de sus pensamientos, analizando, clasificando, cuestionando.

Al llegar a la mansión, él descendió primero. Su mirada, al posarse en ella por un instante, no era de reproche, sino de pura curiosidad analítica.
—Creo que piensas que porque se dio un llamado mayor al esperado habías puesto en peligro la situación…—Mirandola directo a los ojos, pronunció— No importa la cantidad de demonios, Elara, mientras este allí, estarás segura, es nuestro acuerdo.—dijo, su voz serena como si comentara el clima—. Descansa. Tu tobillo aún necesita recuperación.
Sin esperar respuesta, se dirigió hacia el ala oeste, hacia su laboratorio privado, llevando consigo el cristal fracturado.

Elara se quedó en el vestíbulo, sintiéndose como un insecto bajo un microscopio. La frialdad de su declaración era, irónicamente, un leve consuelo. No temía por su seguridad física junto a él; temía por los secretos que su propia alma parecía estar traicionando.

—Maestra Elara —la voz de Kaelan la sacó de su ensimismamiento—. El Archimago ha solicitado que proceda a sus aposentos. Le llevaré su cena.

Ella asintió, demasiado agotada para hablar, y se refugió en su habitación. La cama, ahora familiar, no ofrecía el consuelo que esperaba. Los ecos del recuerdo robado—la furia cataclísmica de Ruman, el dolor que lo llevó a sellar su pasado—retumbaban en su mente, mezclándose con su propio terror. «Soy un fraude», pensó, amargamente. «Un fraude que lleva una verdad ajena como un estigma».

En la penumbra de su laboratorio privado, Ruman colocó el cristal fracturado sobre la mesa de obsidiana. No le importaba la cantidad de demonios que hubieran acudido; eran un inconveniente menor, polvo a barrer. Lo que lo intrigaba era el cómo. El cristal no debería haberse fracturado. La intensidad de la atracción había excedido todos sus modelos predictivos.

Sus dedos, adornados con finas runas plateadas que brillaban débilmente, trazaron símbolos en el aire sobre el cristal. Un entramado de luz azul se materializó, escaneando la grieta. En un espejo de éter cercano, los datos comenzaron a fluir: lecturas de energía, firmas residuales… y ahí estaba. No solo la esencia divina y corrupta de la maldición. Había otra firma, superpuesta como una segunda partitura en la misma partitura. Un patrón emocional crudo, intenso, devastador. Un eco de dolor tan profundo que resonaba con el vacío sellado en su propia alma.

No era el miedo de Elara. Esto era algo más. Algo… familiar. Un eco de una herida que él conocía muy bien, porque era la suya.

Su ceño se frunció ligeramente. La lógica se resistía. ¿Cómo podía la alquimista emitir un eco que resonaba con la ausencia en su alma? A menos que… a menos que no fuera su eco lo que ella emitía, sino un reflejo, una distorsión causada por la proximidad a su propio sello mental. La maldición, al interactuar con el vacío de sus recuerdos sellados, quizás había creado una retroalimentación. Era la hipótesis más plausible. Y, sin embargo, una punzada de intuición, algo más profundo que la lógica, le decía que había algo más.

Tenía que confirmarlo. Tenía que entender la naturaleza de ese eco.

Elara apenas había tocado la comida. Estaba sentada en el borde de la cama, abrazándose las rodillas, cuando el golpe en la puerta, firme y preciso, la sobresaltó.

—Entra —susurró, sintiendo cómo el corazón se le aceleraba.

Ruman entró. Traía el cristal fracturado. Su mirada no era acusadora, sino intensamente inquisitiva, como si ella fuera un fascinante texto antiguo lleno de contradicciones.

—El cristal no se fracturó por la sobrecarga demoníaca —declaró, sin preámbulos, colocando el objeto sobre la mesita—. Se fracturó por la naturaleza del estímulo. Hubo una interferencia. Un patrón emocional ajeno a tu miedo, y ajeno, creo, a tu maldición primaria.

Elara contuvo la respiración. Jugó con el borde de la sábana, evitando su mirada.

—No sé a qué se refiere —mintió, sintiendo la mentira pesada en su lengua.

—Durante el pico de la emisión —prosiguió él, ignorando su negativa—, el cristal registró un eco de pérdida absoluta. De una furia… desesperada. —Hizo una pausa, eligiendo sus palabras con cuidado—. Es un patrón que no encaja con el perfil de una alquimista asustada. Y, curiosamente, es un patrón que resuena con… ciertas ausencias en el flujo etéreo circundante.

Ella alzó la vista, confundida. «Ausencias en el flujo etéreo». ¿Se refería a sus recuerdos sellados? ¿Podía su maldición estar interactuando con el vacío que él mismo había creado?

—Cuando estoy asustada —improvisó, desesperada—, cuando la maldición está activa… a veces no solo atraigo demonios. A veces… revivo cosas. Fragmentos de emociones intensas que debo haber absorbido del aire, de la gente… no lo sé. Es como si el poder del dios que me maldijo me hiciera sensible a ecos emocionales muy fuertes. —Era una mentira tejida con medias verdades, una explicación vaga que esperaba fuera suficiente—. Debe haber sido eso. Algún eco residual, de alguien más, en esos llanos… o quizás… de usted. —Se atrevió a sugerir, jugando su carta más arriesgada—. Usted dijo que mi esencia interactúa con lo divino. Quizás… interactúa con cosas poderosas a mi alrededor. Cosas selladas.

Ruman no apartó la mirada. La estudió por largos segundos, sus ojos grises escudriñándola. Ella resistió la mirada, rezando para que su rostro no delatara el pánico que sentía.

—Interesante —murmuró, finalmente—. Una hipersensibilidad emocional pasiva, amplificada por el cristal. —Parecía considerar la idea—. Eso explicaría la fractura. Y la resonancia. —Su tono denotaba más interés científico que preocupación—. Es un variable inesperado. Pero manejable.

—Lo siento —susurró Elara, y esta vez el remordimiento era genuino—. No sabía que podía pasar.

—No es una cuestión de culpa, es una cuestión de datos —rectificó él, con su habitual pragmatismo—. Ahora tenemos un dato nuevo. Tu maldición es más compleja de lo que supuse. No solo eres un faro para demonios, sino que puedes actuar como un resonador de emociones intensas cercanas. —Se acercó un paso—. Eso, utilizado correctamente, podría ser una herramienta invaluable. Pero debe ser controlado. No puedo tener variables impredecibles en el campo, por pequeñas que sean.

Ella asintió, comprendiendo. Para él, ella era un instrumento que había demostrado una funcionalidad adicional, no una persona que había sufrido un trauma.

—Entiendo. Aprenderé a controlarlo.

—Bien —asintió él—. Mañana comenzaremos. La meditación de contención será el primer paso. —Giró para irse, pero se detuvo en la puerta—. Recuerda, Elara. Sin importar cuántos demonios acudan a tu llamado, o qué ecos resuenen en ti, el lugar más seguro del reino es a mi lado. Eso es un hecho, no una opinión.

Cuando la puerta se cerró, Elara se dejó caer contra las almohadas, un suspiro tembloroso escapando de sus labios. Había esquivado la verdad, pero había alimentado su curiosidad. Ahora no solo era la carnada; era un fenómeno a estudiar.

Minutos después, Kaelan apareció con una taza de plata humeante.

—El Archimago Ruman ha preparado esta infusión, maestra Elara. Contiene Hierba de Luna Plateada y una pizca de Éter de Quietud para estabilizar las convulsiones nerviosas posteriores a un shock de energía caótica.

Elara tomó la taza. El gesto era frío, práctico. Una forma de mantener su «herramienta» en óptimas condiciones. Y sin embargo, al beber el líquido amargo y calmante, sintió una punzada de algo que no era gratitud, sino una profunda y complicada tristeza. Estaba atrapada en una red de sus propias mentiras y de los secretos de él, y cada paso que daban juntos enredaba más los hilos. La batalla contra los demonios era simple comparada con la batalla de intimidad y desconfianza que se libraba dentro de los muros de la mansión.

 

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