Capítulo 7: El Peso de una Mirada
El sol de la mañana se colaba por las altas ventanas del comedor, iluminando los cubiertos de plata y la fina vajilla de porcelana. Elara se sentía fuera de lugar, como un gato callejero en un banquete real. Kaelan había insistido en servirle un desayuno completo: frutas escarchadas, huevos de grifón y pan recién horneado. Cada bocado le sabía a culpa. No estaba acostumbrada a tanto lujo.
Ruman entró, vistiendo una túnica impecable de un gris oscuro que hacía resaltar sus ojos ceniza. Su mirada se posó en ella, y Elara sintió el impulso inmediato de esconder las manos, ásperas por el trabajo con morteros y matraces.
—Hoy iremos a la ciudad —anunció, tomando asiento y desplegando una servilleta con movimientos precisos—. Necesito recoger unos componentes del Gremio. Y tú —añadió, sin mirarla—, necesitas ver algo más que estas cuatro paredes.
Elara asintió en silencio. La perspectiva de salir la aterraba y la emocionaba a partes iguales. Llevaba semanas confinada entre la mansión y los yermos campos de cacería.
El viaje en carruaje fue, como siempre, silencioso. Pero cuando atravesaron las grandes puertas de la ciudad, Elara contuvo la respiración. Nunca había estado en el distrito comercial de la capital. Su vida se había desarrollido entre su humilde taller en los arrabales y los mercados de segunda mano donde vendía sus pociones. Esto era otro mundo.
La Calle Principal era un torrente de color y sonido. Puestos con telas exóticas, comerciantes pregonando sus mercancías, el aroma de especias y alimentos calientes mezclándose con el olor a piedra pulida y gente. Las personas vestían ropas vibrantes y bien cortadas. Elara, con su sencilla túnica de lana sin teñir y su capa remendada, se sintió como un cuervo en una bandada de loros.
Ruman caminaba a su lado, ignorando por completo las miradas de respeto y temor que generaba su presencia. La gente se apartaba a su paso, susurrando.
—Es él… el Archimago del Purgatorio…
—Dicen que aniquiló a cien demonios en los Llanos de Salmuera en una sola noche…
—¿Y la chica? ¿Quién es ella?
—Parece una mendiga… ¿una prisionera?
—Quizás es una nueva especie de demonio que domina…
Los rumores llegaban a sus oídos como dardos. La fama de Ruman era aterradora. Lo pintaban como un ser impasible, un verdugo de su propia especie. Nadie hablaba del hombre que preparaba infusiones para las pesadillas.
Ruman se detuvo frente a la imponente estructura del Gremio de Magos.
—Espera aquí —ordenó—. No te alejes.
Elara asintió, y él desapareció tras las grandes puertas de bronce. De repente, se sintió increíblemente expuesta. Sin la armadura de su presencia, las miradas de la gente se volvieron más descaradas, más hostiles. Un grupo de jóvenes magos menores, con túnicas bordadas y aires de superioridad, la observaban con desdén desde la puerta de una tienda de componentes.
—Mira eso —dijo uno, con una sonrisa burlona—. El Archimago ha recogido un pordiosero. ¿Crees que la usa para experimentos?
—Con ese aspecto, quizás es el experimento —rió otro.
Elara bajó la cabeza, las mejillas ardiendo. Quería desaparecer. Se alejó unos pasos, fingiendo interés en un puesto de hierbas, pero los comentarios la seguían.
—Oye, bonita —la llamó uno de los jóvenes, acercándose con arrogancia—. ¿Qué se siente ser la mascota del verdugo? ¿Te da migajas a cambio de tu… compañía?
Ella retrocedió, chocando contra el puesto. El vendedor le lanzó una mirada sucia.
—¡Largo de aquí, sucia! ¡Ahuyentas a los clientes!
El corazón le latía con fuerza. El mundo giraba a su alrededor. Estaba acostumbrada a la pobreza, pero no a la crueldad gratuita. Se sentía como un espécimen raro, atrapada en una jaula de miradas y susurros.
—No me… no me toques —logró decir, con una voz que le temblaba.
—¿O qué? —el joven mago estiró la mano para agarrar su brazo—. ¿Irás a llorarle a tu amo?
Antes de que sus dedos la tocaran, una sombra cayó sobre ellos.
La temperatura descendió bruscamente. No era una metáfora. El aire se volvió gélido. Los corazones de los jóvenes magos parecieron saltarse un latido.
Ruman estaba allí. No había llegado; simplemente estaba. Sus ojos, más fríos que el hielo eterno, se posaron en el joven que tenía la mano extendida hacia Elara.
—¿Tienes algún asunto pendiente con mi alquimista? —preguntó. Su voz era suave, pero cada palabra cortaba como una cuchilla.
El joven mago palideció. Su mano cayó como si le hubiera quemado.
—A-Archimago Ruman… no… era solo un malentendido…
—Veo —dijo Ruman. Su mirada barrió al grupo, que retrocedió como si los hubiera golpeado—. Parece que confunden mi pragmatismo con indulgencia. —Su tono era conversacional, pero el poder que emanaba de él era tangible, aplastante—. Ella está bajo mi protección. Un daño a ella, por mínimo que sea, lo consideraré una declaración de intenciones hacia mi persona. ¿Alguna de sus frágiles existencias desea declararme la guerra?
El silencio fue absoluto. Ni siquiera se oía respirar. Los jóvenes magos negaron con la cabeza, aterrados.
—Bien —Ruman desvió su mirada hacia Elara. No había enfado en ella, solo una evaluación—. Ven.
Ella lo sigió, temblando aún, pero ahora de alivio. La multitud se abrió ante ellos como el mar ante un barco.
Caminaron en silencio durante un minuto, alejándose del Gremio. Él se detuvo frente a un elegante establecimiento cuyos escaparates exhibían vestidos y túnicas de una calidad exquisita. «Sastrería de los Cinco Elementos», rezaba una placa de bronce.
—Entra —ordenó.
—¿Qué? ¿Por qué? —preguntó Elara, confundida.
Ruman la miró, y por primera vez, pareció notar realmente su atuendo.
—Eres una alquimista talentosa —dijo, como si estuviera enunciando un hecho científico—. Y ahora estás bajo mi techo. Tu apariencia actual es… incongruente con tu posición. Genera comentarios que, como has visto, son una distracción innecesaria. —Abrió la puerta—. La eficiencia requiere coherencia.
Era tan frío, tan lógico. Y sin embargo, al entrar en la lujosa sastrería, Elara sintió que algo se le encogía por dentro. Las asistentes, mujeres impecablemente vestidas, se acercaron con sonrisas profesionales que se congelaron al ver su ropa. Hasta que sus ojos se posaron en Ruman, y entonces las sonrisas se volvieron temerosas y serviles.
—Archimago Ruman, es un honor —dijo una de ellas, haciendo una reverencia.
—Necesito un guardarropa completo para ella —indicó él, señalando a Elara con un gesto de la cabeza—. Ropa práctica, pero de calidad. Algo adecuado para una alquimista de una casa importante. Y un vestido para ocasiones formales.
Las siguientes dos horas fueron un torbellino para Elara. La midieron, la hicieron girar, le mostraron telas que acariciaban la piel como un susurro: sedas suaves, linos finos, lanas tejidas con hilos de plata. Ella solo sabía elegir hierbas por su potencia y pureza; nunca había pensado en el color de un vestido.
Ruman no intervino, pero observaba cada elección con esa mirada analítica. Cuando ella dudaba entre dos tonos de azul, señaló uno.
—Ese. Complementa el color de tus ojos. Es una ventaja psicológica en las negociaciones.
Era todo estrategia para él. Pero cuando una de las asistentes le presentó un vestido de noche de un verde esmeralda profundo, con un escote discreto y mangas largas que se ceñían a los brazos, Elara contuvo la respiración. Era hermoso. Y aterrador.
—Pruébatelo —dijo Ruman, sin inflexión alguna.
En el probador, rodeada de espejos, Elara no se reconoció. La mujer que la miraba de vuelta no era la alquimista desgarbada y solitaria. Era… alguien más. Alguien que podía pertenecer al mundo que había fuera de su taller. Cuando salió, tímida, sintió que las mejillas se le sonrojaban.
Ruman la observó. Su mirada fue de arriba abajo, lenta, calculadora. No había admiración en ella, sino… aprobación.
—Adecuado —fue todo lo que dijo—. Inclúyalo.
Al salir de la tienda, cargada con paquetes que contenían túnicas, vestidos, ropa interior fina y hasta un par de botas de cuero suave, Elara se sentía mareada. La transformación era abrumadora.
De regreso en el carruaje, miró por la ventana la ciudad que ahora parecía un poco menos hostil. La gente ya no la miraba con desdén, sino con curiosidad. La chica pobre había sido envuelta en la capa de autoridad del Archimago.
—La ropa no cambia quien eres —dijo Ruman de pronto, rompiendo el silencio—. Es una herramienta. Como tu alquimia. O mi magia. Te permite proyectar la imagen correcta, evitar conflictos innecesarios. —Hizo una pausa—. Hoy has visto el precio de la atención no deseada. Ahora tienes las herramientas para manejarla.
Elara asintió, mirando sus nuevas manos, ahora limpias y suaves, enfundadas en guantes de cuero fino. Tenía razón. Era una herramienta. Pero al mirar el reflejo de su nueva silueta en la ventana, no pudo evitar preguntarse si, al vestir la piel de alguien que pertenecía a su mundo, no terminaría por convertirse, lentamente, en esa persona. Y si el hombre sentado frente a ella, que veía el mundo en términos de eficiencia y herramientas, notaría alguna vez la mujer que había detrás del útil alquimista que había recogido de la montaña.