Capítulo 9: El Umbral Dorado
La carroza se detuvo frente a una verja que parecía tejida con los rayos del sol. Eran dos enormes hojas de un metal dorado y brillante, tan altas como tres hombres, y entre sus barrotes retorcidos se vislumbraba un mundo que Elara solo había soñado en sus lecturas más fantásticas. La Academia Real de Alquimia no era un edificio; era un ecosistema de maravilla y poder.
Kaelan, el autómata, bajó primero y le tendió una mano metálica para ayudarla a descender.
—Hemos llegado, maestra Elara. El Archimago Ruman ha dispuesto que la espere en la entrada principal una vez finalizadas sus gestiones.
Ella asintió, sin poder articular palabra. Sus ojos recorrían la escena con una mezcla de asombro y puro terror. Torres esbeltas de un cristal blanquecino se alzaban hacia el cielo, captando la luz y refractándola en arcoíris minúsculos que bailaban sobre los caminos de piedra pulida. Los jardines no eran simples parterres de flores; eran bosques en miniatura donde las plantas se movían con lentitud consciente, algunas susurrando en lenguas vegetales, otras brillando con una luz interna. El aire mismo olía diferente: a ozono limpio, a tierra rica en maná, a posibilidades.
Caminó hacia la entrada principal, sintiendo que su nueva túnica de lino fino—práctica, pero de una calidad que nunca había poseído— era aún un harapo comparada con la opulencia que la rodeaba. Los estudiantes que pasaban a su lado eran como criaturas de otro planeta. Jóvenes de ambos sexos con túneas impecables, algunas bordadas con los emblemas de sus casas nobles, otras con los símbolos de sus maestros. Llevaban varas de éter, libretas encuadernadas en piel de criaturas mágicas y una confianza en sus andares que a Elara le parecía tan inalcanzable como volar.
Notó las miradas. Al principio, curiosas. Luego, se posaron en el medallón que llevaba en el cabello. La orquídea de éter y plata brilló suavemente, como si respondiera a la atención. Los susurros comenzaron, como hojas arrastradas por el viento.
—…lleva el sigilo del Archimago…
—¿Esa es? La alquimista salvaje que recogió…
—Dicen que duerme en su mansión. ¿Será su…?
—Calla, idiota. ¿No ves el medallón? Es una declaración. Es su protegida.
El término «protegida» flotaba en el aire, cargado de diferentes significados. Para algunos, era un honor. Para otros, una mancha. Para la mayoría, un motivo de cautela extrema.
Una jalta alta y esbelta, con una túnica de seda color zafiro y el cabello rubio recogido en un elaborado moño, se interpuso en su camino. Sus ojos, del color del hielo, barrieron a Elara de arriba abajo con un desdén tan perfectamente medido que casi era un arte.
—Debes estar perdida, niña —dijo, con una voz dulce como la miel envenenada—. Los establos y las cocinas están al otro lado del complejo.
Elara sintió que las mejillas se le encendían. Antes de que pudiera responder, Kaelan se adelantó un paso.
—La Maestra Alquimista en formación Elara está aquí bajo el patrocinio directo del Archimago Ruman —declaró el autómata, su voz armónica cortando el aire—. Tiene una cita con el director de novicios. Te sugiero, Lady Lysandra, que moderes tu tono.
La joven, Lysandra, palideció ligeramente. Sus ojos se clavaron en el medallón, y por un instante, Elara vio miedo genuino en ellos antes de que fuera reemplazado por una fría animosidad.
—Mis disculpas —dijo, con una inclinación de cabeza que no llegaba a ser un saludo—. No era mi intención ofender a… la protegida del Archimago. —La palabra sonó como un insulto—. Soy Lady Lysandra, hija del Gran Alquimista Valerius. Estaré encantada de… guiarte por los lugares que te son apropiados.
Elara asintió con sequedad, sin sonreír. —Agradezco la oferta, Lady Lysandra. Pero creo que puedo arreglármelas.
Mientras Lysandra se alejaba con un suspiro de exasperación, una voz jovial sonó a su espalda.
—Vaya, lograste plantararle cara a la Reina de las Hielos en tu primer día. Eso es un récord.
Elara se giró y se encontró con un joven de su edad, tal vez un poco mayor, con el cabello castaño desordenado, pecas en la nariz y unos ojos marrones llenos de calidez y curiosidad. Su túnica era sencilla, de un color tierra, y manchada de lo que parecía residuo de fosforescencia verde.
—Soy Finn —se presentó, ofreciéndole una mano que también tenía restos de componentes—. Aprendiz de herbología y, cuando no me expulso a mí mismo del laboratorio de combates, tu posible primer amigo aquí dentro.
Elara, cautelosa pero aliviada por un rostro amigable, tomó su mano.
—Elara.
—Lo sé —sonrió Finn—. Todo el mundo lo sabe. El medallón es… bueno, es como llevar una bandera que dice ‘Tocar a esta persona es buscar una muerte dolorosa y definitiva’. Es genial. —Su sonrisa se desvaneció un poco—. Y también un poco aterrador. ¿Es cierto que el Archimago aniquiló a un centenar de demonios con un solo hechizo?
—Algo así —murmuró Elara, deseando no tener que recordar esa escena.
—Increíble —susurró Finn, con genuino asombro—. Bueno, ven. Te llevaré a la oficina del Maestro Orin. Es el director de novicios y un viejo cascarrabias, pero es justo. Y le encanta la gente con talento real, no solo con apellidos importantes.
Finn la guió a través de patios, puentes de cristal que cruzaban sobre arroyos de agua plateada, y grandes salas donde los aprendices practicaban hechizos de contención o destilaban esencias en atmósferas controladas. Le fue señalando los edificios: la Torre de Cristalografía, el Invernadero de Especies Volátiles, la Biblioteca de los Susurros Encadenados.
Finalmente, llegaron a una puerta de madera oscura, llena de muescas y con el pomo en forma de un dragón que bostezaba. Finn golpeó.
—¡Adelante! —rugió una voz desde dentro.
La oficina del Maestro Orin era el lugar más caótico y fascinante que Elara había visto en su vida. Estanterías se curvaban bajo el peso de libros, frascos y artefactos inexplicables. Raíces retorcidas colgaban del techo, y un olor penetrante a azufre, menta y pergamino antiguo llenaba el aire. Un hombre anciano, con una barba blanca que le llegaba a la cintura y unas cejas tan espesas que casi le ocultaban los ojos, estaba inclinado sobre un mapa estelar que brillaba sobre su mesa.
—¿Sí? ¿Qué quieren? —preguntó, sin alzar la vista.
—Maestro Orin, le presento a Elara, la nueva estudiante patrocinada por el Archimago Ruman —anunció Finn con formalidad.
Orin alzó la vista. Sus ojos, de un azul sorprendentemente agudo y joven para su edad, se posaron en Elara, luego en el medallón, y finalmente volvieron a su rostro, ignorando por completo su ropa.
—Hmm. Ruman. Siempre trayendo problemas interesantes —masculló—. Dice que tienes talento bruto. ¿Sabes cuál es la diferencia entre la esencia de sombra de un Nocturnus y la de un Umbrálico?
Era una pregunta avanzada, de un texto que ella había encontrado en la biblioteca de Ruman. Los recuerdos de sus largas horas de estudio, no los robados, sino los ganados con esfuerzo, acudieron a ella.
—El Nocturnus se alimenta de miedo, su esencia es fría y aceitosa, y reacciona con violencia a la luz de luna. El Umbrálico se alimenta de olvido, su esencia es densa y amarga, y es inerte bajo la luz estelar directa. Se puede distinguir con una simple prueba de refractividad con un prisma de cuarzo puro.
Orin la observó en silencio durante un largo momento. Luego, una sonrisa lenta se abrió paso entre su barba.
—Bien. Al menos no eres solo un adorno con un patrón poderoso. —Se levantó y se acercó a ella—. Aquí, ni tu patrocinador ni tu medallón te salvarán de un suspenso. Aquí se valora el conocimiento, la disciplina y la innovación. Ruman dice que eres una joya sin pulir. Demuéstralo. —Le tendió un horario grabado en una delgada lámina de metal—. Tus clases empiezan mañana. No llegues tarde.
Finn la guió fuera de la oficina, su rostro era una mueca de alegría.
—¡Lo hiciste genial! A Orin no le gusta nadie. Bueno, a casi nadie le gusta, pero eso es otra historia.
La llevó a sus nuevas habitaciones en la Residencia de los Estudiantes de Alto Potencial. No era la suite lujosa que Lysandra probablemente ocupaba, pero era amplia, con su propio pequeño balcón que daba a los jardines botánicos y un escritorio de roble lleno de material de papelería de calidad.
Cuando Finn se fue, prometiendo encontrarla para el desayuno, Elara se quedó sola. Se acercó al espejo de éter adosado a la pared. La mujer que la miraba de vuelta llevaba ropas finas, tenía un techo seguro sobre su cabeza y un futuro claro por delante. Pero sus ojos todavía guardaban el eco de la chica que recolectaba hierbas en la montaña, la que temía por su vida cada año, la que cargaba con secretos que podían destruirla.
Alzó la mano y tocó el medallón. Era frío. Un recordatorio de Ruman, de su protección, de su expectativa. Pero también era un recordatorio de que, a partir de hoy, sus logros y sus fracasos serían suyos. El Archimago le había abierto la puerta, pero ella tendría que cruzar el umbral dorado por sus propios medios. Y mientras miraba su reflejo, supo con una determinación que le ardía en el pecho, que no solo iba a cruzar esa puerta. Iba a dejar su propia marca en el otro lado.